Tras un año aciago para las salas de cine del centro de Madrid, con un cierre tras otro, el Ayuntamiento de Madrid, los exhibidores y los negocios de hostelería se suman en un proyecto que, de entrada, suena bien. Se trata de relanzar la zona situada entre las calles Princesa, Martín de los Heros, Ventura Rodríguez y plaza de España, que quieren convertir a partir de este mismo viernes en la nueva manzana del cine de la capital. Es el Kilómetro 0,8, planificado conjuntamente por los gestores de la salas de la zona y la Junta de Moncloa-Aravaca del Ayuntamiento de la capital. En líneas generales, se dedicará un mayor espacio al séptimo arte, que se llenará de actividades relacionadas con él, incluido un carné con descuentos.
Las empresas exhibidoras han informado hoy de que la iniciativa se presentará este viernes a las 20.30 en la plaza de los Cubos por la delegada de Las Artes, Alicia Moreno, y el concejal de Moncloa-Aravaca, Alvaro Ballarín, así como de los responsables de las salas. En el proyecto participan los cines Renoir Princesa, Renoir Plaza de España, Cines Princesa y Cines Golem (antiguos Alphaville) -21 pantallas en total-, así como la librería de cine Ocho y Medio, tiendas que venden películas de importación, negocios de DVD de alquiler, bares que proyectan películas antiguas, y otros establecimientos con referencias al sector hasta alcanzar los 45 negocios.
El objetivo, según ha dicho Ballarín, es convertir a este área en "la referencia para los incondicionales del cine en España" y "poner en valor un cine de culto para cinéfilos". Entre otras cosas, se comenzará iluminando y decorando las calles de la manzana de manera especial, con unas luces diseñadas por los directores de fotografía más relevantes del cine nacional. Asimismo, se individualizará el ámbito de manera "amable", con una iluminación permanente basada en las estrellas que aparecieron en la película de Pedro Almodóvar Carne Trémula.
Por otra parte, se creará una imagen corporativa para el proyecto y se desarrollará e implantará una señalización especial para la zona, a la que se sumará el 90% de los establecimientos del ámbito. Asimismo, restaurantes, cafeterías y bares participantes tendrán menús o bebidas especiales vinculadas con la idea. "Existirá un carné de Kilómetro 0,8 que cualquier ciudadano podrá tener con el que se irán acumulando puntos por cada consumición o compra en los establecimientos adheridos, puntos que luego podrán canjearse por descuentos y productos gratis", ha añadido el concejal de Moncloa.
Por su parte, el Ayuntamiento peatonalizará de manera permanente la calle Martín de los Heros entre Ventura Rodríguez y plaza de España a partir de este viernes, y también instalará una carpa donde se proyectarán, entre el 19 de diciembre y el día de Reyes, películas de cine mudo para el público infantil, con un pianista que amenizará las representaciones al estilo de los primeros años del celuloide. No en balde, las salas participantes son las principales proyectoras de películas en Versión Original de Madrid. Asimismo, se editarán 30.000 ejemplares de un mapa de la zona que abarcará el espacio cinematográfico, con indicación de los establecimientos que están asociados al proyecto.
FUENTE: Europa Press
viernes, 26 de diciembre de 2008
miércoles, 24 de diciembre de 2008
El cuento de Navidad de Auggie Wren
Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le hubiera gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.
Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco de la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo.
Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.
Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros.
Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.
Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.
Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie, así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:
-Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.
Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.
Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.
Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco de la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo.
Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.
Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros.
Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.
Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.
Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie, así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:
-Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.
Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.
Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.
-Mañana y mañana y mañana -murmuró entre dientes-, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.
Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.
A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?
Pasé los siguientes días desesperado, guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras "Cuento de Navidad" tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contrariedad en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.
No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.
-¿Un cuento de Navidad? -dijo él cuando yo hube terminado-. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.
Fuimos a Jack's, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas en las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.
-Fue en el verano del 72 -dijo-. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la Avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.
Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podía haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o su abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?
Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.
La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres y una otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.
-¿Eres tú, Robert? -dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta. Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.
-Sabía que vendrías, Robert -dice-. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.
Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme. Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.
-Está bien, abuela Ethel -dije-. He vuelto para verte el día de Navidad.
No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así, y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.
No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.
Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba, yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como se los creía todos.
-Eso es estupendo, Robert -decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo-. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.
Al cabo de un rato empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.
Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras. De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.
No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia.
-¿Volviste alguna vez? -le pregunté.
-Una sola -contestó-. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.
-Probablemente había muerto.
-Sí, probablemente.
-Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.
-Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.
-Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.
-Le mentí, y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.
-La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuera su verdadero propietario.
-Todo por el arte, ¿eh, Paul?
-Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.
-Y ahora tú tienes tu cuento de Navidad, ¿no?
-Sí -dije-. Supongo que sí.
Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.
-Eres un as, Auggie -dije-. Gracias por ayudarme.
-Siempre que quieras -contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos-. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?
-Supongo que estoy en deuda contigo.
-No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.
-Excepto el almuerzo.
-Eso es. Excepto el almuerzo.
Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.
25 de diciembre de 1990, New York Times, Paul Auster.
Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.
A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?
Pasé los siguientes días desesperado, guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras "Cuento de Navidad" tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contrariedad en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.
No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.
-¿Un cuento de Navidad? -dijo él cuando yo hube terminado-. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.
Fuimos a Jack's, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas en las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.
-Fue en el verano del 72 -dijo-. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la Avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.
Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podía haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o su abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?
Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.
La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres y una otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.
-¿Eres tú, Robert? -dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta. Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.
-Sabía que vendrías, Robert -dice-. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.
Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme. Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.
-Está bien, abuela Ethel -dije-. He vuelto para verte el día de Navidad.
No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así, y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.
No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.
Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba, yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como se los creía todos.
-Eso es estupendo, Robert -decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo-. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.
Al cabo de un rato empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.
Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras. De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.
No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia.
-¿Volviste alguna vez? -le pregunté.
-Una sola -contestó-. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.
-Probablemente había muerto.
-Sí, probablemente.
-Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.
-Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.
-Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.
-Le mentí, y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.
-La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuera su verdadero propietario.
-Todo por el arte, ¿eh, Paul?
-Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.
-Y ahora tú tienes tu cuento de Navidad, ¿no?
-Sí -dije-. Supongo que sí.
Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.
-Eres un as, Auggie -dije-. Gracias por ayudarme.
-Siempre que quieras -contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos-. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?
-Supongo que estoy en deuda contigo.
-No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.
-Excepto el almuerzo.
-Eso es. Excepto el almuerzo.
Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.
25 de diciembre de 1990, New York Times, Paul Auster.
jueves, 11 de diciembre de 2008
Caminando
Como se habrá podido notar, la frecuencia de posteo ha bajado en los últimos días más de la cuenta, y las últimas entradas han sido más alicaídas y breves. Esto se debe básicamente a que estoy bastante ocupado, y aunque aún tengo tiempo para conectarme a internet, me vais a tener que perdonar un par de semanitas para que pueda atender otros asuntos. Si publico algún post entre estos días será algo sencillo o algún copia/pega. Por lo tanto, os deseo que paséis la Navidad de la forma menos aburrida posible. Sé que será difícil, pero siempre quedan los regalos, la comida y el alcohol.
Antes de que se me olvide, me gustaría dar las gracias a la Caja de Extremadura por su labor con la obra social y la distribución de la cultura. Gracias a ellos, a su confianza, nuestras obras se dan a conocer al público año a año y casi siempre se nos olvida agradecerlo. Esto viene por algo extraño que me ha ocurrido esta mañana cuando me dirigía a encuadernar unos guiones. Iba caminando con prisa por las calles de mi pueblo, escuchando el tema Sin City Lies en mi mp3, cuando de repente me encontré con un cartel promocionado por dicha entidad bancaria de una proyección de trabajos en el que se podía leer mi nombre como autor de uno de ellos, el que rodé este año. Ha sido algo realmente sorprendente e inesperado, como cuando Bill Murray ve su cara en un camión en 'Lost in Translation' de Sofía Coppola, aunque a mucha menor escala, claro. No he arrancado el cartel de la calle para no restar publicidad al asunto, pero ya volveré...
Es una bonita forma de culminar el año. Nuestra pequeña película ha viajado por algunos festivales en Madrid, Aguilar de Campoo y otros municipios menos conocidos, y precisamente finaliza su recorrido en el mismo lugar donde se inició, a pesar de que no descartamos sacarla otra vez de paseo a comienzos del 2009. No es un trabajo espectacular ni brillante, pero se realizó con mucho entusiasmo, dedicación y ganas, tal vez fueron estos valores los que nos llevaron a estos festivales.
Hace un par de semanas comenzamos a rodar un nuevo corto en el que me he sumergido sin bombonas de oxígeno, sin traje y sin nada, nos hemos tirado directamente a la piscina a ver lo que sale (¿por qué tengo la sensación de que siempre me pasa lo mismo?). A diferencia del anterior trabajo, en éste no contamos con cámaras profesionales, ni con actores de verdad, ni con nada, por no tener, casi no tenemos equipo técnico, pero os diré algo, sí hay guión, que es lo más importante. De momento hacer un balance de cómo van las cosas es muy complicado ya que sólo hemos rodado un par de exteriores en Madrid que no creo que nos sirvan para nada, así que es como si no hubiéramos hecho nada todavía. Siempre me gusta tomar exteriores en Madrid, aunque después nunca sé si van a ser utilizados a la hora de montar la película, una película que ahora se encuentra congelada debido a otras prioridades que han ido surgiendo, pero que esperamos retomar en breve. Ya ni recordaba lo que era salir a la calle con una cámara convencional y sin trípode, te sientes inseguro y sin referencias, de todas formas, si sale bien prometo convertirme al judaísmo.
Después de rodar nuestro último trabajo me dije que a partir de entonces únicamente escribiría, pero me he dado cuenta de que si no diriges tú, muy poca gente lo va a hacer por ti. También me dije que en caso de dirigir, sólo lo haría con historias de corta duración, así que de momento no estoy incumpliendo ningún pacto, ya que la duración prevista para este nuevo corto en principio no superará los 3 minutos. Más que un corto yo lo definiría como una gran secuencia de montaje, casi un videoclip. De todas formas, lo que me ha obligado a dejar todo esto aparcado unos días y lo que me mantiene ocupado la mayor parte del tiempo es otro asunto mucho más importante, de ésos que al final no sabes si valdrán para algo, si llegarán a buen puerto o se perderán en alta mar junto a tus mejores deseos.
Y es lo que hay que hacer, me lo repito todos los años, hay que luchar contra la tormenta de arena. Poco a poco. Y vendrán tiempos difíciles, pero hacerse un hueco en esta industria es cuestion de mucho trabajo y constancia, sobre todo constancia, hay que ser muy terco y no tirar la toalla a las primeras de cambio o al primer contratiempo, no obstante, es cierto que debes tener bien cubiertas las espaldas porque podrías acabar viviendo bajo un puente.
Antes de que se me olvide, me gustaría dar las gracias a la Caja de Extremadura por su labor con la obra social y la distribución de la cultura. Gracias a ellos, a su confianza, nuestras obras se dan a conocer al público año a año y casi siempre se nos olvida agradecerlo. Esto viene por algo extraño que me ha ocurrido esta mañana cuando me dirigía a encuadernar unos guiones. Iba caminando con prisa por las calles de mi pueblo, escuchando el tema Sin City Lies en mi mp3, cuando de repente me encontré con un cartel promocionado por dicha entidad bancaria de una proyección de trabajos en el que se podía leer mi nombre como autor de uno de ellos, el que rodé este año. Ha sido algo realmente sorprendente e inesperado, como cuando Bill Murray ve su cara en un camión en 'Lost in Translation' de Sofía Coppola, aunque a mucha menor escala, claro. No he arrancado el cartel de la calle para no restar publicidad al asunto, pero ya volveré...
Es una bonita forma de culminar el año. Nuestra pequeña película ha viajado por algunos festivales en Madrid, Aguilar de Campoo y otros municipios menos conocidos, y precisamente finaliza su recorrido en el mismo lugar donde se inició, a pesar de que no descartamos sacarla otra vez de paseo a comienzos del 2009. No es un trabajo espectacular ni brillante, pero se realizó con mucho entusiasmo, dedicación y ganas, tal vez fueron estos valores los que nos llevaron a estos festivales.
Hace un par de semanas comenzamos a rodar un nuevo corto en el que me he sumergido sin bombonas de oxígeno, sin traje y sin nada, nos hemos tirado directamente a la piscina a ver lo que sale (¿por qué tengo la sensación de que siempre me pasa lo mismo?). A diferencia del anterior trabajo, en éste no contamos con cámaras profesionales, ni con actores de verdad, ni con nada, por no tener, casi no tenemos equipo técnico, pero os diré algo, sí hay guión, que es lo más importante. De momento hacer un balance de cómo van las cosas es muy complicado ya que sólo hemos rodado un par de exteriores en Madrid que no creo que nos sirvan para nada, así que es como si no hubiéramos hecho nada todavía. Siempre me gusta tomar exteriores en Madrid, aunque después nunca sé si van a ser utilizados a la hora de montar la película, una película que ahora se encuentra congelada debido a otras prioridades que han ido surgiendo, pero que esperamos retomar en breve. Ya ni recordaba lo que era salir a la calle con una cámara convencional y sin trípode, te sientes inseguro y sin referencias, de todas formas, si sale bien prometo convertirme al judaísmo.
Después de rodar nuestro último trabajo me dije que a partir de entonces únicamente escribiría, pero me he dado cuenta de que si no diriges tú, muy poca gente lo va a hacer por ti. También me dije que en caso de dirigir, sólo lo haría con historias de corta duración, así que de momento no estoy incumpliendo ningún pacto, ya que la duración prevista para este nuevo corto en principio no superará los 3 minutos. Más que un corto yo lo definiría como una gran secuencia de montaje, casi un videoclip. De todas formas, lo que me ha obligado a dejar todo esto aparcado unos días y lo que me mantiene ocupado la mayor parte del tiempo es otro asunto mucho más importante, de ésos que al final no sabes si valdrán para algo, si llegarán a buen puerto o se perderán en alta mar junto a tus mejores deseos.
Y es lo que hay que hacer, me lo repito todos los años, hay que luchar contra la tormenta de arena. Poco a poco. Y vendrán tiempos difíciles, pero hacerse un hueco en esta industria es cuestion de mucho trabajo y constancia, sobre todo constancia, hay que ser muy terco y no tirar la toalla a las primeras de cambio o al primer contratiempo, no obstante, es cierto que debes tener bien cubiertas las espaldas porque podrías acabar viviendo bajo un puente.
viernes, 5 de diciembre de 2008
¡El cine indie está vivo!
Tras confirmarse esta misma semana que el documental del colega y currante Tom DiCillo sobre The Doors, el mismo que hace muy pocos días ha finalizado de montar, llamado "When You're Strange", estará compitiendo en el próximo Festival de Sundance, ahora parece que el cine indie de verdad, el que está hecho con cuatro duros y rodado sin permisos, vuelve a resucitar, y no solamente por este hecho. Las buenas noticias para el cine auténtico no se quedan ahí, y desde hoy ya se puede ver sólo en los mejores cines 'Buscando un beso a medianoche', que viene a confirmar mis mejores presentimientos. Una semana redonda ésta, vaya.
No os podéis imaginar la tremenda alegría que me he llevado con esta película. No es una de Jim Jarmusch, no es una de Kevin Smith, no es de Richard Linklater, no es de DiCillo, no es una de Cassavettes, pero lo parece, sin embargo, ésta es de un nuevo valor en alza que les rogaría apuntaran en un papel y tuvieran muy en cuenta: Alex Holdridge, hasta el día de hoy un absoluto desconocido de Austin, Texas.
In search of a midnight kiss se desarrolla en la ciudad de Los Ángeles, donde viven 12 millones de personas. Faltan 14 horas para el Año Nuevo, y Wilson, un guionista al que le va de mal en peor, consigue una cita por internet. Si quieren saber el resto, por favor, vayan a un cine bueno de confianza donde la proyecten y vean esta joya única. Esto es cine puro y duro del de verdad. Holdridge se financió su propia película con su dinero y el de sus amigos, que son los propios actores. Hay muchos exteriores de la ciudad angelina, y para ninguno de ellos se pidió permiso de rodaje porque no había dinero. Ahora dice que quiere hacer una película de bajo presupuesto en Francia. Por favor, que alguien le pague el billete de avión si hace falta, o qué coño, se lo pago yo.
No os podéis imaginar la tremenda alegría que me he llevado con esta película. No es una de Jim Jarmusch, no es una de Kevin Smith, no es de Richard Linklater, no es de DiCillo, no es una de Cassavettes, pero lo parece, sin embargo, ésta es de un nuevo valor en alza que les rogaría apuntaran en un papel y tuvieran muy en cuenta: Alex Holdridge, hasta el día de hoy un absoluto desconocido de Austin, Texas.
In search of a midnight kiss se desarrolla en la ciudad de Los Ángeles, donde viven 12 millones de personas. Faltan 14 horas para el Año Nuevo, y Wilson, un guionista al que le va de mal en peor, consigue una cita por internet. Si quieren saber el resto, por favor, vayan a un cine bueno de confianza donde la proyecten y vean esta joya única. Esto es cine puro y duro del de verdad. Holdridge se financió su propia película con su dinero y el de sus amigos, que son los propios actores. Hay muchos exteriores de la ciudad angelina, y para ninguno de ellos se pidió permiso de rodaje porque no había dinero. Ahora dice que quiere hacer una película de bajo presupuesto en Francia. Por favor, que alguien le pague el billete de avión si hace falta, o qué coño, se lo pago yo.
lunes, 1 de diciembre de 2008
Lo mejor que he visto este año
He aquí una lista de las películas que más me han gustado este año en los cines:
1. Antes que el diablo sepa que has muerto
2. La familia Savage
3. Lars y una chica de verdad
4. Escondidos en Brujas
5. Viaje a Darjeeling
6. Margot y la boda
7. No es país para viejos
8. Pozos de ambición
9. 4 meses, 3 semanas, 2 días
10. Hacia rutas salvajes
11. Juno
12. Rebobine, por favor
13. Happy-Go-Lucky
14. Gomorra
15. El tren de las 3:10
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