Por aquel entonces, la obra llegaba al Centro Dramático Nacional del madrileño barrio de Lavapiés, aunque ya había gozado de un notable éxito seis años atrás en Argentina. ¿Cómo fui a ver la obra? Por mera eventualidad. No esperaba mucho y recibí más de lo que jamás hubiera imaginado. En esto, mi primo tiene parte de culpa. Si no hubiera sido por él, yo ahora mismo no estaría escribiendo esta entrada.
Los dos llegamos a la Plaza de Lavapiés desde Atocha una hora antes de que empiece la función. Para hacer tiempo nos damos un paseo hasta La Latina y nos tomamos unas cañas. Al volver, el buen ambiente que se respira en la Plaza de Lavapiés y en los alrededores del teatro es inmejorable. La gente termina de entrar al teatro, a nosotros no nos preocupan las colas, somos vips. Por si no lo he dicho antes, nuestra relación con este centro es de pura hermandad, nos conocen sobradamente. Esto también se lo debo a mi primo. Así que entramos casi a escondidas a la Sala Francisco Nieva del teatro Valle-Inclán, que se encuentra dentro del Centro Dramático Nacional. Por si no la conocéis, es una sala espectacular que recuerda a la estructura de los antiguos teatros griegos y romanos pero en un espacio muchísimo más reducido. El público se posiciona literalmente encima del escenario, posibilitando casi una completa disección de lo que allí sucede como si los personajes fueran ratas de laboratorio.
La acomodadora nos guía hasta nuestros asientos. Los actores ya están fuera en el escenario, concentrados. Para poder acceder a las butacas, hay que pasar junto a ellos. Y es aquí, en el teatro, donde se aprecia de verdad lo buen actor que es cada uno. En el teatro el actor está expuesto al público en directo, se desnuda ante él y no tiene más protección que su propio talento, que por cierto en esta obra, es de muy alta calidad: Blanca Portillo, Ginés García Millán, Celso Bugallo, Susi Sánchez, María Figueras y Andrés Herrera, que no necesitan ninguna caracterización especial y prácticamente actúan con la ropa con la que vienen de la calle.
Para mí, cruzar la mirada durante unos instantes con el veterano Bugallo y tenerle justo delante a menos de un metro de distancia fue algo inolvidable, él es uno de mis actores españoles favoritos.
Nos sentamos en las butacas reservadas para los invitados y famosillos que se dejan caer por allí. Justo a mi lado se sienta Jesús Quintero (el loco de la colina), probablemente el entrevistador más famoso de España. Yo comienzo a leer el programa mientras los actores siguen en el escenario a escasísimos metros, y extraigo la siguiente reseña de Daniel Veronese:
"Me intrigaba el perfil sentimental de quienes resisten como pueden pero en algún momento descubren la forma de devolver la violencia que reciben. Estando desequilibrados ya en el aire, ¿a qué nos atrevemos? ¿Qué cambios profundos podemos generar en nosotros mismos?
De ahí surgió la idea de un escenario estático, sin cambios de luz, sin ninguna posibilidad de musicalizar esos vínculos. Una sola salida, cerrada desde un principio para estos personajes. Quizás, con tan sólo asomarnos a la ventana nosotros también podríamos constatar que el estado de esa micro política familiar bien puede ser trasladado a nuestra violencia política y social cotidiana. No lo sé, pero hay un nuevo tipo de violencia en el aire. Lo veo. Lo siento dentro de mí y dentro de mucha gente. Yo decidí escribir entonces." Al leer esto no puedo más que decirme: "Joder, y yo también." Sentí que Veronese había dado en el clavo, y que si verdaderamente conseguía mostrar eso al público saldría victorioso de este centro de disección como ya había hecho en su país.
De ahí surgió la idea de un escenario estático, sin cambios de luz, sin ninguna posibilidad de musicalizar esos vínculos. Una sola salida, cerrada desde un principio para estos personajes. Quizás, con tan sólo asomarnos a la ventana nosotros también podríamos constatar que el estado de esa micro política familiar bien puede ser trasladado a nuestra violencia política y social cotidiana. No lo sé, pero hay un nuevo tipo de violencia en el aire. Lo veo. Lo siento dentro de mí y dentro de mucha gente. Yo decidí escribir entonces." Al leer esto no puedo más que decirme: "Joder, y yo también." Sentí que Veronese había dado en el clavo, y que si verdaderamente conseguía mostrar eso al público saldría victorioso de este centro de disección como ya había hecho en su país.
Al principio, me tomo como algo divertido la complicidad que hay entre el propio Celso Bugallo y la joven María Figueras antes de empezar la obra. Como ya sabemos, todo se desarrolla en una sola localización, en el comedor de una casa donde la familia pretende celebrar una cena que acabará por desestructurar todos los lazos que les unen de forma violenta. Bien, pues en ese comedor hay una canasta colgada justo encima de la quilla de una de las puertas, y antes de empezar la función, María Figueras no hace más que botar y botar un balón de baloncesto y tirar continuamente a canasta. Incluso invita a Celso Bugallo a realizar un lanzamiento. Como digo, al principio lo veo como algo divertido e incluso me entran ganas de jugar con ellos, pero más tarde, durante la función, empiezo a comprender el porqué de todo ese numerito. Iván, el personaje de Bugallo es el que más defiende a Lucera, el personaje de María Figueras, y el dichoso balón de baloncesto, que no había dejado de botar desde entonces, acaba por desquiciar tanto al público como a los personajes. No sé si lo hicieron aposta o si ése era uno de los objetivos, pero les quedó que ni pintado, y a mí me encandilaron.
Se me quedan los ojos como platos con la fuerza y la autoridad con la que interpreta Blanca Portillo, de verdad, increíble. No se queda corto Ginés García Millán, pero es que en general, todo este grupo actoral hace que me olvide en unos pocos minutos de todo el teatro que yo había visto con anterioridad, porque aquí, todo parece real, tan real que incluso te asusta estar viendo tales acontecimientos justo delante de ti sin que puedas hacer nada. La función acaba y el público se pone en pie para aplaudir a rabiar. Los actores salen a saludar una vez, dos veces, tres veces, cuatro, cinco, pierdo la cuenta. El público continúa aplaudiendo a rabiar. Los actores vuelven a salir a agradecerlo. Nadie se atreve a parar de aplaudir. No sé cuántos minutos pasaron. Después, todos salen sobrecogidos y acongojados por lo que acaban de ver, creo que la sensación general es la de haber violado con la mirada a esos personajes.
Y es a partir de aquí cuando mi percepción de "teatro" cambia. Es aquí cuando me rindo ante el denominado teatro moderno.
Son casi las 11 de la noche. El Centro Dramático comienza a quedarse vacío, y como me puedo permitir el lujo de bajar a los camerinos, lo hago. Nunca le he dado demasiada importancia a tener delante de mí a actores, presentadores, modelos y gente más o menos famosa en general, porque al fin y al cabo, sólo son personas. Ciertamente, en algunos casos me hace más ilusión que en otros, pero no suelo agasajar a los demás pidiéndoles autógrafos o fotografías. Incluso soy bastante reticente a interrumpirles para hablar. Para mí, la gran prueba de fuego en este sentido fue encontrarme cinco veces seguidas con Patricia Conde y aguantar como un jabato la tentación de lanzarme sobre ella.
Pero volviendo con lo que nos ocupa, una cosa me llevó a la otra. Yo había redescubierto el teatro y no me podía quedar ahí, lo que inevitablemente me lleva a conocer la obra del irlandés Martin McDonagh, reputado dramaturgo y ahora también cineasta. Ganador del Premio Oscar al mejor corto de ficción por 'Six Shooter' hace un par de años, el relato más macabro y rocambolesco que he visto en mi vida. Y autor también de la mejor película del pasado verano: 'Escondidos en Brujas', donde McDonagh (el rey del humor negro) traslada varios de sus recursos teatrales al cine, un experimento que podría haber resultado fatídico y que sin embargo resuelve de forma genial, impactante y brutal, exactamente tal y como es su obra, denominada ya como "teatro de la crueldad". Su creación 'El hombre almohada' y su representación por mis paisanos 'Teatro del noctámbulo' no tiene precio. Algunos incluso se han atrevido a decir que es una mezcla entre los Hermanos Grimm y Tarantino. Desde luego, la referencia le hace justicia.
Se me quedan los ojos como platos con la fuerza y la autoridad con la que interpreta Blanca Portillo, de verdad, increíble. No se queda corto Ginés García Millán, pero es que en general, todo este grupo actoral hace que me olvide en unos pocos minutos de todo el teatro que yo había visto con anterioridad, porque aquí, todo parece real, tan real que incluso te asusta estar viendo tales acontecimientos justo delante de ti sin que puedas hacer nada. La función acaba y el público se pone en pie para aplaudir a rabiar. Los actores salen a saludar una vez, dos veces, tres veces, cuatro, cinco, pierdo la cuenta. El público continúa aplaudiendo a rabiar. Los actores vuelven a salir a agradecerlo. Nadie se atreve a parar de aplaudir. No sé cuántos minutos pasaron. Después, todos salen sobrecogidos y acongojados por lo que acaban de ver, creo que la sensación general es la de haber violado con la mirada a esos personajes.
Y es a partir de aquí cuando mi percepción de "teatro" cambia. Es aquí cuando me rindo ante el denominado teatro moderno.
Son casi las 11 de la noche. El Centro Dramático comienza a quedarse vacío, y como me puedo permitir el lujo de bajar a los camerinos, lo hago. Nunca le he dado demasiada importancia a tener delante de mí a actores, presentadores, modelos y gente más o menos famosa en general, porque al fin y al cabo, sólo son personas. Ciertamente, en algunos casos me hace más ilusión que en otros, pero no suelo agasajar a los demás pidiéndoles autógrafos o fotografías. Incluso soy bastante reticente a interrumpirles para hablar. Para mí, la gran prueba de fuego en este sentido fue encontrarme cinco veces seguidas con Patricia Conde y aguantar como un jabato la tentación de lanzarme sobre ella.
Pero volviendo con lo que nos ocupa, una cosa me llevó a la otra. Yo había redescubierto el teatro y no me podía quedar ahí, lo que inevitablemente me lleva a conocer la obra del irlandés Martin McDonagh, reputado dramaturgo y ahora también cineasta. Ganador del Premio Oscar al mejor corto de ficción por 'Six Shooter' hace un par de años, el relato más macabro y rocambolesco que he visto en mi vida. Y autor también de la mejor película del pasado verano: 'Escondidos en Brujas', donde McDonagh (el rey del humor negro) traslada varios de sus recursos teatrales al cine, un experimento que podría haber resultado fatídico y que sin embargo resuelve de forma genial, impactante y brutal, exactamente tal y como es su obra, denominada ya como "teatro de la crueldad". Su creación 'El hombre almohada' y su representación por mis paisanos 'Teatro del noctámbulo' no tiene precio. Algunos incluso se han atrevido a decir que es una mezcla entre los Hermanos Grimm y Tarantino. Desde luego, la referencia le hace justicia.
3 comentarios:
Diosssssss podrias economizar un poco las entradas, porque se necesitan un par de tardes para leerse la ultima, ni los discursos de fidel castro
No puedo creer lo que estás diciendo. Qué exagerado. Las entradas tienen el tamaño estándar. Ni 5 minutos se tarda en leerlas. Además, las últimas han sido bastante breves. ¿Cuándo perdiste el hábito de lectura? No me lo puedo creer.
En fin, ¿qué tal te fue por Zagreb?
A mí me gusta bastante el teatro. Pero es una pena lo poco que llega a Sevilla ... (pueden hacerse una idea de la Delegación de Cultura que tenemos!)
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