En una de mis películas favoritas de la historia del cine, 'El largo adiós', de Robert Altman, con guión adaptado por Leigh Brackett (El sueño eterno) de la novela homónima de Raymond Chandler, Nina van Pallandt, esa preciosidad de mujer, actriz, cantante y baronesa, interpretaba al personaje Eileen Wade, la esposa de un famoso escritor alcohólico. Aparte de la estelar interpretación que Elliott Gould nos ofrece del detective Philip Marlowe, de la que hablaré otro día, me parece interesante la descripción que Chandler realiza sobre Eileen. No sé quién fue el director de casting de la película o si fue decisión del propio Altman hacerse con los servicios de Nina Pallandt, pero... ¿se puede dar más en el clavo?
El mozo pasó a mi lado y dirigió una mirada suave al débil whisky con agua de mi vaso. Sacudí la cabeza y el mozo siguió de largo. Fue entonces cuando entró en el bar un verdadero sueño en forma de mujer. Por un instante me pareció que todo sonido se había apagado en el bar, que los dos graciosos habían cesado de negociar y que el borracho sentado en el taburete había dejado de mascullar; fue como cuando el director de orquesta golpea con la batuta en el atril, levanta los brazos, y mantiene a todos en suspense. Era delgada y bastante alta; llevaba un traje sastre de hilo blanco con un pañuelo de pintitas blancas y negras alrededor del cuello. El cabello era de color oro pálido, como el de las princesas de los cuentos de hadas. El pequeño sombrero y el cabello dorado alrededor recordaban a un pájaro en su nido. Los ojos eran de un color extraño, azul violáceo, y las pestañas largas y quizá demasiado claras. Se dirigió hacia la mesa de enfrente y empezó a quitarse los guantes blancos. El mozo se acercó enseguida y le apartó la mesa de tal forma y con tanta deferencia como ningún mozo del mundo me la hubiera apartado a mí. La joven se sentó, aseguró los guantes con una cadenita de la cartera y agradeció al mozo con una sonrisa tan suave, tan exquisitamente pura, que el hombre casi quedó paralizado por la emoción. Ella le dijo algo en voz baja y el mozo, después de inclinarse hacia adelante, salió casi corriendo. He ahí un tipo que realmente tenía una misión en la vida.
Le clavé la vista y ella captó mi mirada. Levantó los ojos un centímetro y me pareció que había dejado de existir: casi perdí el aliento.
Hay rubias y rubias, y hoy es casi una palabra que se toma en broma. Todas las rubias tienen su no sé qué, excepto tal vez las metálicas, que son tan rubias como un zulú. Existe la rubia pequeña y agradable, que gorjea como los pájaros, y la rubia alta y estatuaria, que lo envuelve a uno en una mirada azul de hielo. Existe la rubia que lo mira a uno de arriba a abajo y tiene un perfume encantador y resplandece tenuemente y se cuelga del brazo y está siempre muy, muy cansada cuando la acompañas a su casa. Ella hace ese maldito gesto de impotencia y tiene ese maldito dolor de cabeza y te gustaría aporrearla, aunque estés contento de haber descubierto lo del dolor de cabeza antes de haber invertido en ella demasiado tiempo, dinero y esperanzas. Porque el dolor de cabeza siempre estará así, es un arma que nunca deja de usarse, y tan mortífera como la espada del asesino o el frasco de veneno de Lucrecia.
Existe la rubia dulce, dispuesta y aficionada a la bebida, y que no le importa lo que lleva puesto —siempre que sea visón —o adónde va— siempre que sea el “Starlight Roof” y haya mucho champán seco—. Existe la rubia pequeña y altiva que es una verdadera compañera y quiere pagar ella su cuenta y está llena de luz de sol y de sentido común, que sabe judo y puede lanzar al aire, por encima del hombro, al conductor de un camión, sin perderse más de una frase del editorial del Saturday Review. Existe la rubia pálida, pálida, con anemia de tipo incurable, pero no fatal. Es muy lánguida y muy sombría y habla suavemente como salida de no sé dónde, y no la puedes poner un dedo encima, en primer lugar porque no tienes ganas, y en segundo lugar porque está leyendo La tierra perdida o Dante en el original o Kafka o Kierkegaard, o porque estudia dialecto provenzal. Adora la música, y cuando la filarmónica de Nueva York está tocando Hindemith, puede decirte cuál de los seis contrabajos entró un cuarto de tiempo más tarde. He oído decir que Toscanini también es capaz de ello. Eso quiere decir que ya son dos.
Y por último existe la muñeca maravillosa y encantadora que sobrevive a tres reyes del hampa y después se casa con un par de millonarios a un millón por cabeza y termina con una villa de color rosa pálido en Cap d'Antibes, un coche Alfa Romeo completo, con chófer y acompañante, y una caballeriza de aristócratas enmohecidos a los que tratará con la atención distraída y afectuosa conque un anciano duque dice buenas noches a su criado.
Aquel sueño atravesado en mi camino no pertenecía a ninguna de esas categorías; ni siquiera era de este mundo. Era inclasificable: tan remota y clara como el agua de la montaña, tan evasiva como su color.
2 comentarios:
No he visto esta película y eso que me gusta bastante Chandler, yo también lo cite en mi blog. Me apunto la peli para más adelante.
Por cierto, me he leído por consejo tuyo Los hijos del emperador de Claire Messud y tengo curiosidad por saber que tipo de adaptación hará Noah Baumbach.
Pues es una grandísima película. La principal diferencia con la novela es que Robert Altman decide ambientarla precisamente en la misma época en la que se rueda, es decir, en los años 70. Resulta bastante extraño y a la vez atractivo ver a Philip Marlowe aquí, pero es que la interpretación que hace Elliott Gould es para enmarcar.
Yo también tengo bastante curiosidad por ver qué hace Baumbach con 'Los hijos del emperador', sobre todo con el reparto de actores que parece tener ya seleccionado: Keira Knightley, Eric Bana, Michelle Williams y Richard Gere.
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