Cuando cayó el muro, yo tenía 24 años. Por aquel entonces trabajaba de conserje en el Palasthotel de Berlín Oriental, el hotel de cinco estrellas más grande de la RDA, un hotel donde se aceptaba moneda extranjera y en el que se alojaban casi exclusivamente agentes comerciales y turistas del hemisferio occidental. Fue uno de los muchos trabajos no cualificados en los que me metí después de la selectividad y el servicio militar. Los estudios que habría podido empezar no entraban dentro de mis planes, ya que no quería que me pudieran chantajear. Quería convertirme en un hombre honesto, quería decir lo que pensaba y hacer lo que quisiera. Así que tuve trabajos en los que a mis jefes les daba igual lo que hiciera al terminar la jornada y escribí con calma una novela, que no fue ningún hito del movimiento disidente de Europa del Este. Pero tenía una afición y, esperaba, también talento para escribir, de modo que al principio sólo quería descubrir si también podía hacer eso: escribir una novela. Que el muro fuera a desaparecer prácticamente de la noche a la mañana y que el sistema autoritario socialista sencillamente se desmoronaría, era algo que no se me pasó nunca por la cabeza.
A menudo me preguntan cómo viví la caída del muro y cómo fueron mis primeras experiencias en el Oeste. Esto nunca lo he contado porque hay algunos episodios que me dan vergüenza. Pero ahora, 20 años después y en un periódico español, puedo romper mi silencio.
A menudo me preguntan cómo viví la caída del muro y cómo fueron mis primeras experiencias en el Oeste. Esto nunca lo he contado porque hay algunos episodios que me dan vergüenza. Pero ahora, 20 años después y en un periódico español, puedo romper mi silencio.
La caída del muro en sí me la perdí. Esa noche estuve en casa de Matthias, un bohemio que tenía un círculo de amigos muy numeroso e interesante. Siempre que iba a casa de Matthias (y siempre iba sin avisar, ya que Matthias, al igual que la mayoría de los que vivían en la RDA, no tenía teléfono), había gente interesante y entusiasta sentada en el sofá tomando un té y resolviendo los enigmas del universo. El té venía de una tetera que estaba hecha de cristal de Jena. Matthias nunca había lavado esta tetera, sólo la enjuagaba, así que el interior se iba revistiendo de una capa cada vez más oscura. En algún momento, decía Matthias, la capa ocuparía toda la tetera y ésta se convertiría en una piedra. Y cuando eso sucediera, afirmaba Matthias, “será necesaria la primera sílaba de los enigmas del universo”. Así que la noche del 9 de noviembre la pasé con los bohemios de Berlín Este en casa de Matthias, hablando de Dios y del mundo y, obviamente, de política, y mientras volvía a casa en plena noche por las calles vacías (debían de ser las dos y media de la mañana más o menos), un ambiente extraño reinaba en la ciudad. En bastantes pisos resplandecía la típica luz azulada que denotaba el uso de un televisor en blanco y negro. U oía radios en las que reporteros muy alterados informaban de un acontecimiento. No llegué a entender lo que era, pero algo había pasado, eso estaba claro. Que a esa hora estuvieran encendidos tantos televisores, no era normal. En los diez minutos que tardé en llegar a casa estuve pensando en lo que podría haber pasado y comprendí que debía de haber caído el muro. Por la escalera de mi casa me empecé a ilusionar con el hecho de encender la radio en mi apartamento y oír la noticia de la caída. Pero ¿salir a la calle? Estaba demasiado cansado para salir en ese momento, aunque mi casa se encontraba sólo a unos 200 metros del muro de Berlín.
El día siguiente, por la tarde, fui a Berlín Oeste. Para ello tuve que cruzar un paso fronterizo. Aunque me dijeron que el muro había caído, en realidad seguía estando allí. Sencillamente, todos los pasos fronterizos estaban abiertos. Decenas de miles de personas querían pasar al otro lado, querían ver lo que no habían podido ver en todo ese tiempo: el Oeste. Los berlineses occidentales nos recibieron con júbilo y plátanos. A los pasos fronterizos llegaban camiones desde los que se repartía café, barritas de chocolate y, como he dicho, plátanos. Una empresa llamada Schering repartía mapas de la ciudad, lo que me pareció muy práctico. Nunca había oído hablar de dicha empresa, y le pregunté a una señora que me dio un mapa de la ciudad si Schering era una aseguradora. “Una empresa farmacéutica”, me contestó.
Como la muchedumbre era increíblemente numerosa, me metí por las callejuelas para hacerme una idea del “Oeste normal”. Llegué a calles que, por lo que ahora sé, son las más anodinas y menos interesantes que ofrece Berlín Oeste: explanadas industriales en las que las plazas con chatarra se alternan con naves de almacenamiento y de expedición. Lo que enseguida me llamó la atención del Oeste fueron los enormes carteles de publicidad, tan grandes como una pantalla de cine. En uno de estos carteles había un anuncio de comida para perros: un bote y, al lado, un platito con el contenido del bote. Me quedé mirando el cartel y entonces ocurrió: la comida para perros me recordó al gulash y se me hizo la boca agua. Ése fue el momento en que el Oeste quedó desmitificado para mí. Cuando te despiertan el apetito con comida para perros, están yendo demasiado lejos, me dije.
El día siguiente, por la tarde, fui a Berlín Oeste. Para ello tuve que cruzar un paso fronterizo. Aunque me dijeron que el muro había caído, en realidad seguía estando allí. Sencillamente, todos los pasos fronterizos estaban abiertos. Decenas de miles de personas querían pasar al otro lado, querían ver lo que no habían podido ver en todo ese tiempo: el Oeste. Los berlineses occidentales nos recibieron con júbilo y plátanos. A los pasos fronterizos llegaban camiones desde los que se repartía café, barritas de chocolate y, como he dicho, plátanos. Una empresa llamada Schering repartía mapas de la ciudad, lo que me pareció muy práctico. Nunca había oído hablar de dicha empresa, y le pregunté a una señora que me dio un mapa de la ciudad si Schering era una aseguradora. “Una empresa farmacéutica”, me contestó.
Como la muchedumbre era increíblemente numerosa, me metí por las callejuelas para hacerme una idea del “Oeste normal”. Llegué a calles que, por lo que ahora sé, son las más anodinas y menos interesantes que ofrece Berlín Oeste: explanadas industriales en las que las plazas con chatarra se alternan con naves de almacenamiento y de expedición. Lo que enseguida me llamó la atención del Oeste fueron los enormes carteles de publicidad, tan grandes como una pantalla de cine. En uno de estos carteles había un anuncio de comida para perros: un bote y, al lado, un platito con el contenido del bote. Me quedé mirando el cartel y entonces ocurrió: la comida para perros me recordó al gulash y se me hizo la boca agua. Ése fue el momento en que el Oeste quedó desmitificado para mí. Cuando te despiertan el apetito con comida para perros, están yendo demasiado lejos, me dije.
El primer año de libertad fue asimismo el más bonito. Lo bonito fue que constituyó una experiencia entre muchas: pude compartir mis sentimientos con muchas personas. Precisamente al principio, muchas personas (incluido yo) utilizaron la libertad para vivir o de alguna forma llevar a la práctica la imagen que tenían de sí mismos. La libertad de ser aquello que siempre habías querido ser le dio a ese año un esplendor incomparable. El que se sentía llamado por la política pasaba a ser miembro de uno de los muchos movimientos que surgieron o, aún mejor, fundaba su propio partido (y, de hecho, fue ese primer año precisamente el que produjo tantos rostros nuevos e interesantes). El que sentía pasión por el dinero se hacía tarjetas de visita en las que, junto al nombre, estaba escrito “director” y comerciaba con coches o antigüedades. El que siempre había querido tener un bar podía abrir uno sin ningún esfuerzo (y en la mayoría de los casos se arruinaba). Yo me consideraba en primer lugar un escritor novel; en segundo lugar, una persona enclaustrada, y en tercer lugar, un intelectual reprimido. Como escritor novel, envié el manuscrito de mi primera novela a la editorial más famosa de la RDA, la editorial Aufbau; como persona enclaustrada, emprendí con mi hermano un viaje por Estados Unidos de cuatro semanas y media en un coche alquilado en el verano de 1990 (las vacaciones más bonitas que había tenido nunca), y como intelectual reprimido, en abril empecé a estudiar sociología en la Universidad Libre de Berlín Occidental. Era una especie de acto reflejo frente al comunismo (y, por tanto, un acto de libertad sólo a medias). Quería por fin reflexionar acerca de nuestro mundo, de los motivos que impulsan las acciones humanas y de las sociedades en categorías y conceptos distintos a los que se me habían impuesto durante años. Durante un tiempo estuvo bien, pero cuando después de algunos trimestres tuve que reconocer cada vez más a menudo que leía textos de 30 o 40 páginas sin haber entendido en absoluto de qué trataban, revisé la imagen que tenía de mí mismo como intelectual reprimido y empecé a estudiar escritura de guiones en la Escuela Superior de Cine, unos estudios que, al final, hasta llegué a terminar.
Esta imagen de mí mismo como persona enclaustrada no me produjo mucho dolor a lo largo de los años: gracias al muro y la nostalgia ligada a él, las invitaciones para viajar al extranjero siguen siendo para mí algo absurdamente valioso incluso después de 20 años de libertad de movimiento. No puedo rechazar estas invitaciones, del mismo modo que mis padres, que conocieron el hambre de la guerra y la posguerra, no podían tirar un trozo de pan. Y siempre que piso territorio extranjero no puedo evitar tener el pensamiento profano de que este viaje no estaba previsto para mí, que en un momento determinado me resultaba igual de impensable que un viaje a la Luna y que es el resultado de un cambio radical.
Sin embargo, ¿cuánta RDA, cuánto comunismo sigo llevando dentro? Para mí es una pregunta (o una suposición) normal que un alemán oriental en Alemania se tiene que plantear, ya que con la unidad alemana los alemanes orientales no sólo recibimos el bonito marco alemán, sino también a los alemanes occidentales, que presumían de saber cómo funciona la libertad.
La verdad es que la unidad alemana es la cuestión dominante y omnipresente de los últimos 20 años, por lo menos para los alemanes orientales. Tengo la sensación de que el este de Alemania, es decir, aquellos que viven “en libertad” desde hace 20 años, no pueden reflexionar acerca de su libertad, porque el proceso de adaptación a la sociedad alemana occidental, con todas sus leyes, autoridades y disposiciones, todos los rituales para presentar solicitudes, requiere mucho tiempo. Aunque todo tuviera la etiqueta de “libertad”, lo que estaba escrito en letra pequeña era simplemente demasiado.
He aprendido algo sobre la libertad. Por ejemplo, que un Estado que garantiza las libertades civiles (libertad de prensa, libertad de opinión, etcétera) no produce automáticamente personas libres. No eres una persona libre sólo porque vivas en una sociedad libre, en un país libre. Ser una persona libre es tarea de todo individuo, día a día. Está claro que puedes ser libre si cierras los ojos y cantas. Pero si tienes dinero, es más fácil ser libre. La libertad es un ideal importante y tentador y, al mismo tiempo, una promesa por la que es fácil dejarse engañar. Por tanto, es posible que el concepto de libertad sea el concepto más malinterpretado de nuestros tiempos, no sólo en discursos políticos o en la publicidad, sino también debido al hecho de que se suele confundir con un sinónimo de falta de respeto o irresponsabilidad. No obstante, el tono solemne de la libertad no se ve afectado por eso, lo que demuestra lo poderosas que son las sensaciones que la palabra libertad despierta en nosotros. Es un milagro que el tono solemne de la libertad sea aún más fuerte que la ridiculización de dicho tono.
Y una de las alteraciones más profundas de la imagen que tengo de la humanidad fue descubrir hace unos años que no todas las personas quieren la libertad, que no para todas las personas la libertad es un regalo. Algunos se sienten atemorizados, abrumados. Hay personas que necesitaban la RDA. John Irving exponía en su primera novela, Libertad para los osos, una parábola sobre la libertad fácil de retener. Habla de dos estudiantes que planean un complot para liberar a los animales del zoo de Viena y al final lo llevan a cabo. Entre los animales que todavía están encerrados se desata el caos y bastantes pagan el precio de la libertad con su vida. Para estos animales, el breve momento de la libertad termina de una forma igual de cruel que para otros era el estar encerrados.
A menudo me preguntan en qué me habría convertido si no hubiera caído el muro y si todavía existiera la RDA. Soy capaz de imaginar muchas cosas, pero ésa no. No puedo responder a esa pregunta. No sé si habría llegado a ser escritor, si habría podido publicar en la RDA o si me habría ido al Oeste, si podría haber completado realmente mi plan y me habría convertido en una persona honesta. Nunca me ha atraído la idea de escribir una autobiografía. Pero escribir una autobiografía como si nunca hubiera existido el punto de inflexión de 1989-1990, que dividió mi vida en un “entonces” y un “ahora”, eso sí que sería un desafío.