miércoles, 28 de octubre de 2009

Cuánto comunismo llevo dentro, por Thomas Brussig

Éste es un texto escrito por Thomas Brussig, guionista y novelista de las obras Héroes Como Nosotros, La avenida del Sol y Viviendo como Hombres entre otras. Fue publicado por El País Semanal el 18 de Octubre de 2009 dentro del reportaje homenaje a los 20 años de la caída del Muro de Berlín.

Cuando cayó el muro, yo tenía 24 años. Por aquel entonces trabajaba de conserje en el Palasthotel de Berlín Oriental, el hotel de cinco estrellas más grande de la RDA, un hotel donde se aceptaba moneda extranjera y en el que se alojaban casi exclusivamente agentes comerciales y turistas del hemisferio occidental. Fue uno de los muchos trabajos no cualificados en los que me metí después de la selectividad y el servicio militar. Los estudios que habría podido empezar no entraban dentro de mis planes, ya que no quería que me pudieran chantajear. Quería convertirme en un hombre honesto, quería decir lo que pensaba y hacer lo que quisiera. Así que tuve trabajos en los que a mis jefes les daba igual lo que hiciera al terminar la jornada y escribí con calma una novela, que no fue ningún hito del movimiento disidente de Europa del Este. Pero tenía una afición y, esperaba, también talento para escribir, de modo que al principio sólo quería descubrir si también podía hacer eso: escribir una novela. Que el muro fuera a desaparecer prácticamente de la noche a la mañana y que el sistema autoritario socialista sencillamente se desmoronaría, era algo que no se me pasó nunca por la cabeza.



A menudo me preguntan cómo viví la caída del muro y cómo fueron mis primeras experiencias en el Oeste. Esto nunca lo he contado porque hay algunos episodios que me dan vergüenza. Pero ahora, 20 años después y en un periódico español, puedo romper mi silencio.
La caída del muro en sí me la perdí. Esa noche estuve en casa de Matthias, un bohemio que tenía un círculo de amigos muy numeroso e interesante. Siempre que iba a casa de Matthias (y siempre iba sin avisar, ya que Matthias, al igual que la mayoría de los que vivían en la RDA, no tenía teléfono), había gente interesante y entusiasta sentada en el sofá tomando un té y resolviendo los enigmas del universo. El té venía de una tetera que estaba hecha de cristal de Jena. Matthias nunca había lavado esta tetera, sólo la enjuagaba, así que el interior se iba revistiendo de una capa cada vez más oscura. En algún momento, decía Matthias, la capa ocuparía toda la tetera y ésta se convertiría en una piedra. Y cuando eso sucediera, afirmaba Matthias, “será necesaria la primera sílaba de los enigmas del universo”. Así que la noche del 9 de noviembre la pasé con los bohemios de Berlín Este en casa de Matthias, hablando de Dios y del mundo y, obviamente, de política, y mientras volvía a casa en plena noche por las calles vacías (debían de ser las dos y media de la mañana más o menos), un ambiente extraño reinaba en la ciudad. En bastantes pisos resplandecía la típica luz azulada que denotaba el uso de un televisor en blanco y negro. U oía radios en las que reporteros muy alterados informaban de un acontecimiento. No llegué a entender lo que era, pero algo había pasado, eso estaba claro. Que a esa hora estuvieran encendidos tantos televisores, no era normal. En los diez minutos que tardé en llegar a casa estuve pensando en lo que podría haber pasado y comprendí que debía de haber caído el muro. Por la escalera de mi casa me empecé a ilusionar con el hecho de encender la radio en mi apartamento y oír la noticia de la caída. Pero ¿salir a la calle? Estaba demasiado cansado para salir en ese momento, aunque mi casa se encontraba sólo a unos 200 metros del muro de Berlín.



El día siguiente, por la tarde, fui a Berlín Oeste. Para ello tuve que cruzar un paso fronterizo. Aunque me dijeron que el muro había caído, en realidad seguía estando allí. Sencillamente, todos los pasos fronterizos estaban abiertos. Decenas de miles de personas querían pasar al otro lado, querían ver lo que no habían podido ver en todo ese tiempo: el Oeste. Los berlineses occidentales nos recibieron con júbilo y plátanos. A los pasos fronterizos llegaban camiones desde los que se repartía café, barritas de chocolate y, como he dicho, plátanos. Una empresa llamada Schering repartía mapas de la ciudad, lo que me pareció muy práctico. Nunca había oído hablar de dicha empresa, y le pregunté a una señora que me dio un mapa de la ciudad si Schering era una aseguradora. “Una empresa farmacéutica”, me contestó.
Como la muchedumbre era increíblemente numerosa, me metí por las callejuelas para hacerme una idea del “Oeste normal”. Llegué a calles que, por lo que ahora sé, son las más anodinas y menos interesantes que ofrece Berlín Oeste: explanadas industriales en las que las plazas con chatarra se alternan con naves de almacenamiento y de expedición. Lo que enseguida me llamó la atención del Oeste fueron los enormes carteles de publicidad, tan grandes como una pantalla de cine. En uno de estos carteles había un anuncio de comida para perros: un bote y, al lado, un platito con el contenido del bote. Me quedé mirando el cartel y entonces ocurrió: la comida para perros me recordó al gulash y se me hizo la boca agua. Ése fue el momento en que el Oeste quedó desmitificado para mí. Cuando te despiertan el apetito con comida para perros, están yendo demasiado lejos, me dije.



El primer año de libertad fue asimismo el más bonito. Lo bonito fue que constituyó una experiencia entre muchas: pude compartir mis sentimientos con muchas personas. Precisamente al principio, muchas personas (incluido yo) utilizaron la libertad para vivir o de alguna forma llevar a la práctica la imagen que tenían de sí mismos. La libertad de ser aquello que siempre habías querido ser le dio a ese año un esplendor incomparable. El que se sentía llamado por la política pasaba a ser miembro de uno de los muchos movimientos que surgieron o, aún mejor, fundaba su propio partido (y, de hecho, fue ese primer año precisamente el que produjo tantos rostros nuevos e interesantes). El que sentía pasión por el dinero se hacía tarjetas de visita en las que, junto al nombre, estaba escrito “director” y comerciaba con coches o antigüedades. El que siempre había querido tener un bar podía abrir uno sin ningún esfuerzo (y en la mayoría de los casos se arruinaba). Yo me consideraba en primer lugar un escritor novel; en segundo lugar, una persona enclaustrada, y en tercer lugar, un intelectual reprimido. Como escritor novel, envié el manuscrito de mi primera novela a la editorial más famosa de la RDA, la editorial Aufbau; como persona enclaustrada, emprendí con mi hermano un viaje por Estados Unidos de cuatro semanas y media en un coche alquilado en el verano de 1990 (las vacaciones más bonitas que había tenido nunca), y como intelectual reprimido, en abril empecé a estudiar sociología en la Universidad Libre de Berlín Occidental. Era una especie de acto reflejo frente al comunismo (y, por tanto, un acto de libertad sólo a medias). Quería por fin reflexionar acerca de nuestro mundo, de los motivos que impulsan las acciones humanas y de las sociedades en categorías y conceptos distintos a los que se me habían impuesto durante años. Durante un tiempo estuvo bien, pero cuando después de algunos trimestres tuve que reconocer cada vez más a menudo que leía textos de 30 o 40 páginas sin haber entendido en absoluto de qué trataban, revisé la imagen que tenía de mí mismo como intelectual reprimido y empecé a estudiar escritura de guiones en la Escuela Superior de Cine, unos estudios que, al final, hasta llegué a terminar.

Esta imagen de mí mismo como persona enclaustrada no me produjo mucho dolor a lo largo de los años: gracias al muro y la nostalgia ligada a él, las invitaciones para viajar al extranjero siguen siendo para mí algo absurdamente valioso incluso después de 20 años de libertad de movimiento. No puedo rechazar estas invitaciones, del mismo modo que mis padres, que conocieron el hambre de la guerra y la posguerra, no podían tirar un trozo de pan. Y siempre que piso territorio extranjero no puedo evitar tener el pensamiento profano de que este viaje no estaba previsto para mí, que en un momento determinado me resultaba igual de impensable que un viaje a la Luna y que es el resultado de un cambio radical.

Sin embargo, ¿cuánta RDA, cuánto comunismo sigo llevando dentro? Para mí es una pregunta (o una suposición) normal que un alemán oriental en Alemania se tiene que plantear, ya que con la unidad alemana los alemanes orientales no sólo recibimos el bonito marco alemán, sino también a los alemanes occidentales, que presumían de saber cómo funciona la libertad.



La verdad es que la unidad alemana es la cuestión dominante y omnipresente de los últimos 20 años, por lo menos para los alemanes orientales. Tengo la sensación de que el este de Alemania, es decir, aquellos que viven “en libertad” desde hace 20 años, no pueden reflexionar acerca de su libertad, porque el proceso de adaptación a la sociedad alemana occidental, con todas sus leyes, autoridades y disposiciones, todos los rituales para presentar solicitudes, requiere mucho tiempo. Aunque todo tuviera la etiqueta de “libertad”, lo que estaba escrito en letra pequeña era simplemente demasiado.

He aprendido algo sobre la libertad. Por ejemplo, que un Estado que garantiza las libertades civiles (libertad de prensa, libertad de opinión, etcétera) no produce automáticamente personas libres. No eres una persona libre sólo porque vivas en una sociedad libre, en un país libre. Ser una persona libre es tarea de todo individuo, día a día. Está claro que puedes ser libre si cierras los ojos y cantas. Pero si tienes dinero, es más fácil ser libre. La libertad es un ideal importante y tentador y, al mismo tiempo, una promesa por la que es fácil dejarse engañar. Por tanto, es posible que el concepto de libertad sea el concepto más malinterpretado de nuestros tiempos, no sólo en discursos políticos o en la publicidad, sino también debido al hecho de que se suele confundir con un sinónimo de falta de respeto o irresponsabilidad. No obstante, el tono solemne de la libertad no se ve afectado por eso, lo que demuestra lo poderosas que son las sensaciones que la palabra libertad despierta en nosotros. Es un milagro que el tono solemne de la libertad sea aún más fuerte que la ridiculización de dicho tono.

Y una de las alteraciones más profundas de la imagen que tengo de la humanidad fue descubrir hace unos años que no todas las personas quieren la libertad, que no para todas las personas la libertad es un regalo. Algunos se sienten atemorizados, abrumados. Hay personas que necesitaban la RDA. John Irving exponía en su primera novela, Libertad para los osos, una parábola sobre la libertad fácil de retener. Habla de dos estudiantes que planean un complot para liberar a los animales del zoo de Viena y al final lo llevan a cabo. Entre los animales que todavía están encerrados se desata el caos y bastantes pagan el precio de la libertad con su vida. Para estos animales, el breve momento de la libertad termina de una forma igual de cruel que para otros era el estar encerrados.

A menudo me preguntan en qué me habría convertido si no hubiera caído el muro y si todavía existiera la RDA. Soy capaz de imaginar muchas cosas, pero ésa no. No puedo responder a esa pregunta. No sé si habría llegado a ser escritor, si habría podido publicar en la RDA o si me habría ido al Oeste, si podría haber completado realmente mi plan y me habría convertido en una persona honesta. Nunca me ha atraído la idea de escribir una autobiografía. Pero escribir una autobiografía como si nunca hubiera existido el punto de inflexión de 1989-1990, que dividió mi vida en un “entonces” y un “ahora”, eso sí que sería un desafío.

jueves, 22 de octubre de 2009

American: the Bill Hicks Story

En el Festival de Cine de Londres se presenta estos días 'American: the Bill Hicks Story', un documental que cuenta con la narración de algunas de las personas más cercanas al que para mí ha sido uno de los monologuistas más grandes de todos los tiempos, Bill Hicks, fallecido en el año 1994 a causa de un cáncer de páncreas.



Son incontables las veces que me he reído con sus monólogos, muchos de los cuales casi se podrían definir como "clases para la vida y obviedades básicas", y es que por mucho que los veas una y otra vez, siempre te siguen produciendo la misma gracia.



domingo, 18 de octubre de 2009

El príncipe de Sundance y Zooey Deschanel en (500) Days of Summer

Ciudad de Los Angeles. Él (Joseph Gordon-Levitt) estudió arquitectura aunque ahora malgasta su talento escribiendo tarjetas de felicitación. Ella (Zooey Deschanel) es un espíritu libre que comienza a trabajar en la misma oficina que él como secretaria del jefe. Ambos se conocen y descubren que tienen infinidad de gustos en común, empezando por la genial música de los Smiths. Él se enamora perdidamente de ella. Ella no. Ésta es a grandes rasgos la premisa inicial de '(500) Days of Summer', aquí llamada 500 días juntos.



La película se presentó en el último Festival de Sundance, y el pasado verano se estrenó en todo Estados Unidos, siendo enormemente elogiada por la crítica. El próximo 23 de Octubre llega a los cines de España, aunque no sé por qué ya me estoy oliendo una paupérrima distribución. Espero equivocarme, pero ésta es la eterna condena del cine independiente. Dirige el debutante Marc Webb, y firman el guión Scott Neustadter y Michael H. Weber.



Joseph Gordon-Levitt, el llamado príncipe de Sundance y por consiguiente una de las figuras principales del cine indie norteamericano, es conocido por sus papeles en películas como '10 razones para odiarte', 'Brick' (esa joya noir de la que ya hablé una vez) o 'Mysterious Skin', y Zooey Deschanel, ese rostro y esa mirada, ha intervenido en otras películas como 'Casi Famosos' de Cameron Crowe, 'Guía del autoestopista Galáctico' y 'El Incidente' de Shyamalan. Aparte del enorme aliciente que es para mí tener en la pantalla a dos jóvenes actores de los mejorcito de su generación como los que acabo de citar, hay algo que siempre me encanta en este tipo de películas: la banda sonora. En (500) Days of Summer se escuchan temas de Spoon, Wolfmother, The Clash, The Temper Trap, y por supuesto, de los chicos de Morrisey: The Smiths. No sé vosotros, pero yo tengo bastantes ganas de verla.

martes, 13 de octubre de 2009

Death to the Tinman

'Death to the Tinman' es un cortometraje escrito y dirigido por Ray Tintori. Quedaros con el nombre de este chico. En el 2007 recibió una mención especial de parte de los miembros del jurado del Festival de Sundance por este trabajo, que nos cuenta con buen ritmo y una factura impecable los orígenes de la historia del Hombre de Hojalata, uno de los personajes de El maravilloso Mago de Oz.

sábado, 10 de octubre de 2009

Éste es nuestro Woody

En los últimos años Woody Allen nos había ofrecido algunos productos que aunque bien es cierto que poseían una calidad aceptable, no estaban a la altura de lo que nos había dado décadas atrás. También es cierto que como siempre, ha habido excepciones. Esas excepciones se llamaban 'Todo lo demás', una película que considero infravaloradísima, algunos momentos de 'Un final made in Hollywood', y... bueno, y 'Match Point' diremos, aunque se trate casi de un remake de 'Delitos y Faltas'. El resto (Scoop, Melinda y Melinda, El sueño de Casandra, Vicky Cristina Barcelona...), aun siendo buenas películas con grandísimos momentos de cine, no tenían esa brillantez única que Allen ha recuperado y con nota en Whatever Works (Si la cosa funciona).



En esta ocasión Woody ha contado con un genio de la comedia, Larry David, este señor que veis en la foto de arriba, creador de la maravillosa serie de televisión 'Seindfeld'. Aparte de su enorme actuación y del guión y la dirección de Woody, me gustaría destacar el trabajo de Harris Savides, el director de fotografía, un trabajo del que muy superficialmente se suele hablar a pesar de su importancia. Savides hoy por hoy es probablemente uno de los mejores profesionales en su campo con permiso de Roger Deakins. Harris utiliza siempre una paleta de colores austeros con los que consigue un estilo naturalista capaz de embriagar a los ojos. En 'Si la cosa funciona' pone esas formas en práctica con Nueva York como escenario. Woody Allen siempre ha sabido cómo retratar a la perfección su ciudad, y siempre se ha rodeado de lo mejor de la cinematografía. Gordon Willis y Javier Aguirresarobe son buenos ejemplos de ello.



En Whatever Works, Larry David interpreta a Boris Yellnikoff, álter ego del propio Allen. Boris es un genio en mecánica cuántica con un constante pesimismo hacia la vida. Es una persona neurótica, poco sociable y antipática. Enseña a jugar al ajedrez a "críos estúpidos", tiene constantes ataques de pánico y ha sobrevivido a un intento de suicidio. Su vida da un giro cuando encuentra en el portal de su casa a Melody, que es todo lo opuesto a él, una chica inculta, boba e inocente interpretada por esa joven tan guapa y adorable llamada Evan Rachel Wood. Incomprensiblemente, Melody pronto se empieza a sentir atraída por Boris, pero cuando su madre, la siempre notable Patricia Clarkson hace acto de presencia, no puede creer que su hija esté con este hombre, así que con unos métodos poco honrados, le buscará un nuevo novio. La trama finalmente se acaba convirtiendo en toda una serie de desbarajustes increíbles que nos deja una moraleja bastante instructiva. Toda una lección sobre la vida, además de un buen consejo de parte de Woody que a veces no tenemos en cuenta: "Si la cosa funciona, no hace falta ser un genio para triunfar o ser feliz".

miércoles, 7 de octubre de 2009

El guión más triste y divertido

Ésta debe ser la enésima vez que hablo de 'The Squid and the Whale', y no me canso. Para mí es sin lugar a dudas uno de los mejores guiones que se han escrito en los últimos tiempos. Muchos comparten esta opinión, aunque Noah Baumbach es el tipo de cineasta que suele tener el mismo número de seguidores que de detractores por su estilo poco convencional.

No sé por qué no lo he conseguido antes, pero desde hace unos días puedo disfrutar una y otra vez de la inteligente lectura del guión original de la película, importado directamente desde los Estados Unidos. Aparte del guión y de unas fabulosas fotografías en color, esta lectura proporciona diversas notas escritas tras la postproducción por el propio Baumbach. Algunas tan sólo son simples anécdotas, como por ejemplo, que Warner Bros les cobraba seis mil dólares por poner un póster de Blow Up de Antonioni en el decorado, por lo que acabaron usando el de La mamá y la puta de Eustache, que era gratis. Pero además de este tipo de curiosidades, en estas notas también se puede apreciar mejor todo lo que el director no utilizó en el montaje final y por qué. Algo muy útil para la gente que escribe guiones, ya que te permite mejorar tu propia escritura en muchos aspectos. Cuando estás en la sala de montaje te das cuenta de qué cosas faltan, de qué es lo que sobra y muchas veces del orden que deben llevar las secuencias. Es puro aprendizaje, y siempre tenemos que tratar de mejorar. Ésta es una buena forma de hacerlo.



El libro también cuenta con una interesantísima entrevista a Noah Baumbach tratada siempre desde el punto de vista del guión. En ella, el director habla de su forma de afrontar el proceso de escritura y de su evolución como cineasta desde los años 90. Me hace bastante gracia la manera que tiene de contar cómo escribe los diálogos porque creo que es algo que la mayoría hacemos: repetirlos una y otra vez en voz alta, tratando de darles el énfasis adecuado para ver si funcionan o no. Es algo que si lo ves desde fuera puede resultar bastante cómico. Ahora me viene a la cabeza una vieja historieta de Buñuel, Jean-Claude Carriére y sus vecinos allá en los años 60. El guionista y el director estaban probando diálogos en casa para Diario de una camarera, interpretándolos en voz alta. Buñuel hacía el papel de chica y Carriére el de chico, provocando la confusión entre los vecinos, que comenzaron a pensar cosas raras.



Ya para finalizar, añadiré que el guión consta de una introducción escrita por Wes Anderson, estrafalario amigo y compañero de Baumbach. Toda ella gira alrededor de un famoso jugador de béisbol los Mets, del padre de Noah y de un restaurante italiano de Upper East Side. Yo me esperaba una introducción algo más extensa, sin embargo, como se suele decir: "lo breve, si bueno, dos veces bueno", como esta enorme película.

jueves, 1 de octubre de 2009

El secreto de sus ojos

Llegué cuarenta minutos antes de tiempo a la sala de cine por equivocación, ya me extrañaba que no hubiera nadie dentro, pero hacía tiempo que no veía una película tan redonda, tan bella, tan escalofriante, tan bien interpretada, tan bien rodada, tan bien contada, tan... todo. 'El secreto de sus ojos', la última de Juan José Campanella (nominado a un Oscar por la sensacional El hijo de la novia), es magistral, es maravillosa, es soberbia, es superlativa, y así podríamos seguir hasta el fin de los días. Lo que me resulta bochornoso es que se fuera de vacío de nuestro reputado Festival de Cine de San Sebastián. Gravísimo error por parte de los miembros del jurado, que tal vez consideraron que por ser un film de Campanella, éste ya lo tenía todo hecho. De cualquier modo, si todavía existe algo de justicia en el mundo, El secreto de sus ojos tendrá su reconocimiento en los Premios Oscar, donde probablemente compita con The White Ribbon de Michael Haneke y Un profeta de Jacques Audiard en la categoría de Mejor Película de habla no Inglesa.



El director porteño ha vuelto a unir diez años después de 'El mismo amor, la misma lluvia' (una película que me encanta), a dos portentos de la actuación, Ricardo Darín y Soledad Villamil. Dos personas que se compenetran como pocos en lo que hacen, que son capaces de transmitir infinidad de sentimientos con tan sólo una mirada. Los ojos hablan, y nadie los puede callar. Sin embargo, como a estos dos ya les conocía, el que me sorprendió aún más fue Guillermo Francella. Espectacular este tipo. Una interpretación que roza la perfección. Todo en conjunto forma así un engranaje que rueda a piñón. Hay intriga, hay historias de amor hilvanadas con aguja de sastre, hay esos toques de humor tan característicos de la filmografía del director. Bajo mi punto de vista, El secreto de sus ojos es una de esas pocas películas, que como suelo decir, llegan a convertirse en clásicos al instante. Todavía me sigo preguntando cómo demonios rodó Campanella ese increíble plano secuencia en el estadio de fútbol durante el partido del Racing Club de Avellaneda. Él dice que tardó 16 días para grabar ese plano, pero en el montaje final yo no veo los cortes por ninguna parte. Señoras y señores, esto es cine.