A mí la muerte me viene pisando los talones como a Cary Grant desde hace mucho tiempo. No sé las veces que he estado ya en mi corta existencia al borde de la misma. Tengo claro que Ella me quiere quitar de en medio antes de tiempo, pero no lo conseguirá tan fácilmente.
Durante esta semana nos hemos vuelto a reencontrar los amigos. Decir lo que hemos hecho quizá no venga al cuento puesto que probablemente la mayoría de amigos suelen hacer lo mismo: beber, hacer un poco de deporte, ir al cine, cenar, o ir al juzgado a ver juicios.
A nosotros además nos gusta la adrenalina, aunque no la vayamos buscando, y puesto que también no todos los días le cae a uno sangre del cielo, intentaré contar directamente todo lo que aconteció durante el pasado Viernes:
Esa noche habíamos quedado para cenar en un restaurante italiano, pero nuestra primera opción quedó descartada al comprobar que el local había cerrado sus puertas, quizá, si eso no hubiera pasado, el destino hubiera sido otro.
Como seguíamos teniendo ganas de comida italiana, nos fuimos a otro restaurante italiano de la ciudad. Nada más entrar, jugamos al despiste con la camarera. Nos encanta jugar al despiste.
Respecto al servicio, no pretendo hacer una crítica gastronómica, pero cobrar la salvajada que nos cobraron por las cantidades que nos sirvieron, creo que fue excesivo. La masa de la miserable pizza prosciuto, como bien apuntaba mi amigo Luis, parecía papel de fumar, y cobrar tres euros por cuatro minibollos de pan recién sacados del congelador es de cárcel directa. Menos mal que por lo menos el risotto estaba bastante bueno.
Salimos del restaurante y nos dirigimos hacia la zona centro. La calle principal estaba demasiado tranquila, el silencio era absoluto hasta que fue interrumpido por lo que en primera instancia nos pareció un botellín de cristal rompiéndose contra el suelo. Nosotros no le damos ninguna importancia, ni siquiera lo comentamos. Seguimos avanzando por la calle, hablando, cuando de repente, varios cristales caen sobre nuestras cabezas, nos miramos durante milésimas de segundo sin saber qué coño está pasando y sin saber si estamos heridos. Ya sabéis lo que sucede con los cortes, que muchas veces no sabes si te has cortado hasta que no ves la sangre. Nosotros no tenemos tiempo para comprobarlo ahora. Reaccionamos, no ha pasado ni un segundo, y corremos unos metros hacia delante. A continuación, toda la ventana de un tercer piso cae hecha añicos contra el suelo. Lo primero que yo pienso es que allí dentro hay una pelea, pero no nos da tiempo a pensar demasiado. Rápidamente, varias personas que se encontraban en un bar justo enfrente, salen a socorrernos y a preguntarnos si estamos bien. Entonces es cuando comprobamos si hay daños.
Fernando se toca el hombro y muestra algo de sangre en su mano. Instintivamente, yo me toco la cabeza y me miro el hombro para comprobar que mi hasta ahora impoluta camisa blanca casi parece el traje de faena de Manolete tras salir de una plaza de toros. Y es justo ahí, cuando las glándulas suprarrenales hacen su tarea y hacen aparecer aquello a lo que denominamos adrenalina. Acto seguido, el dueño del bar hace una llamada a la policía. Yo me asusto aún más, me vuelvo a revisar la cabeza y el cuerpo, y no sé si los milagros existen o no, pero por sólo unos segundos os puedo asegurar que hoy ninguno de nosotros tiene una venda en su cara.
Al parecer, los tipos del piso, bolivianos quizá a juzgar por su acento, se habían quedado encerrados en su propia casa, o al menos eso es lo que ellos declaran muy posiblemente para intentar ocultar que van drogados hasta las cejas y que en realidad les ha dado por destrozarlo todo. Uno de ellos pedía una ambulancia para su compañero, lo cual explicaba la sangre caída sobre nuestra ropa con los cristales. Poco a poco nos vamos relajando todos, y gracias a las dotes de limpieza de una agradable mujer del bar (que ni el Lobo de Pulp Fiction), casi logré quitar toda la sangre de mi camisa para poder continuar la noche sin que pareciera que acababa de asesinar a alguien.
Después con la música, seis jarras de calimocho y los gintonics, conseguimos completar una buena noche de fiesta, pero todavía tienes que resoplar cuando recuerdas todo aquello. No sé si finalmente los chicos recibieron denuncia, o al menos multa, pero me alegraré si tengo noticias de ello.
Así que ya estamos aquí, en una de las ciudades más calurosas del país, donde se alcanzan máximas día sí y día también. Probablemente por eso odio tanto el dichoso verano, por haberme criado y haber crecido en este maldito lugar, en medio de este maldito secarral. Y lo odio también porque este calor hace que la escritura no sea fluida y en ocasiones quede relegada, y no hay nada que me joda más que no poder escribir, sintiéndome como Barton Fink en su ardiente habitación del Hotel Earle.
Y la muerte siempre está ahí fuera, sí, sin embargo, a día de hoy os puedo decir que mi intención es la misma que tenía Groucho: Vivir para siempre o morir en el intento.
3 comentarios:
Y si te mueres... ¿cómo nos enteraremos? Un día dejarás de escribir en el blog y simplemente por éso ya tenemos que deducir que has muerto en uno de esos intentos de asesinato que te hace el destino...(aunque claro, esta vez de intento nada, lo habrá conseguido).
Además te mueres y no tienes la decencia de publicar un último post contándonos cómo ha sido.
¡Serás egoista!
Pues sí, es algo que ya he pensado yo alguna vez, pero de momento prefiero celebrar mi supervivencia, ¿quién sabe? Quizá esta tarde me atropelle un coche.
me vayas a llamar raro, pero lo que más me ha llamado la atención de este post es lo de ir a ver juicios contando como algo normal y corriente... y eso que en madrid han puesto un canal en la TDT de tribunales y lo veo en mis horas muertas... estoy volviendome loco??
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