por Carlos Boyero (El País)
La película El árbol de la vida hacía su bautizo público en el Festival de Cannes a las ocho y media de la mañana. Las puertas se abren media hora antes en una sala con capacidad para infinitos espectadores. Como la cinefilia es maniática hay algunos que intentan colocarse los primeros en la cola ante el terror de que otros puedan sentarse en su butaca favorita. Llevan practicando ese ritual desde hace décadas. Esas butacas no tienen por qué estar centradas en una fila agradable para la vista y el oído. Pueden situarse en los extremos, en lugares inhóspitos para cualquier espectador sensato. Pero como todas las manías, su cumplimiento es sagrado. A las 8,12 los porteros y la infranqueable seguridad privada del festival han cerrado las puertas alegando que el cine estaba lleno y remitiendo a un millar de personas a las que no dejan entrar a una proyección suplementaria en otra sala que comenzaría 30 minutos más tarde.
Y te preguntas qué regalan en ese cine para que se haya creado tal expectación, qué tipo de director es capaz de aglutinar tanta fascinación. Se llama Terrence Malick. Era profesor de Literatura antes de decidir que su visión del universo encontraría adecuada expresión a través de una cámara. También que el cine podía estar al servicio de la poesía. Solo ha rodado cinco películas en 40 años. Se toma el laborioso montaje de sus criaturas con tanto perfeccionismo que nunca se sabe la fecha en la que podrán ser estrenadas. Se suponía que El árbol de la vida iba a estar disponible para su exhibición en Cannes en la anterior edición, pero ha tardado un año más en pulirla. Cosas de Malick. A cambio este director tan insólito ha conseguido con Malas tierras, Días del cielo, La delgada línea roja y El nuevo mundo que un montón de paladares selectivos se enamoraran perdurablemente de su inimitable estilo, de imágenes, ambientes, voces y personajes que quedan incrustrados en la memoria del receptor. Igualmente ha logrado que las estrellas de Hollywood y los mejores técnicos consideren un privilegio trabajar con él. Malick tiene muy claro que lo que hace aspira a ser arte. Resulta imposible negar su certidumbre en ello, independientemente del grado de conexión de cada uno con ese arte.
En El árbol de la vida ya ha renunciado a su muy liviano interés por la narrativa en posesión de un orden, por una sucesión de cosas con principio, desarrollo y final. Si existe algo enemistado con el análisis, un género que capta exclusivamente sensaciones y que ofrece múltiples interpretaciones al gusto de cada lector, es la poesía. Y Terrence Malick la crea en cada plano y en cada sonido, en la atmósfera, en lo que muestra y en lo que sugiere, en el detallismo y en la evocación, en lo palpable y en lo etéreo.
Admitiendo su innegociable vocación de juglar, hay tanta densidad en El árbol de la vida que a veces me pierdo y en otras ocasiones me conmueve. La media hora inicial la veo en estado de hipnosis aunque me resulte difícil saber de qué está hablando. Creo que del nacimiento del mundo. Esa catarata de imágenes retratando la naturaleza, olas, cascadas, volcanes en erupción, meteoritos que se dirigen a planetas y dinosaurios que acampan plácidamente en los ríos, tienen el aroma de los grandes documentales sobre las maravillas de la tierra, pero estoy deseando que aparezcan seres humanos, que me entere de cuál es la relación de lo que veo con la futura historia. Y cuando llega esa historia está retratada de forma deslumbrante.
La protagonizan un matrimonio y sus tres críos. El padre es tan honrado como autoritario, la madre es pura vida y generosidad. Pero lo más hermoso es cómo está captado el mundo de la infancia, todas esas cosas que marcarán la personalidad adulta. Malick se inventa un lenguaje de artista superior para hablar de la iniciación, del descubrimiento permanente. Su prodigiosa cámara recrea juegos, estados de ánimo, miedos, visiones, enigmas, amores, paisajes, libertad, asombro, dudas, olores, revelaciones que te acompañarán toda tu vida y la lacerante nostalgia de haber vivido alguna vez en un paraíso que se ha perdido. Las relaciones de estos niños entre ellos, con su padres, con las personas y las cosas, con la naturaleza, con los milagros cotidianos, poseen la cadencia, la complejidad, el poder de evocación y la magia de los mejores poemas.
Entre estos críos también aparece la odiosa muerte. Toda la parte final se recrea en el metafísico anhelo de uno de los hermanos, que ya ronda la cincuentena, por recobrar en medio de paisajes que remiten a los sueños al hermano muerto, a ese padre con el que hubo tanto amor como desencuentros y violencia, a esa familia sepultada. Y al igual que en el arranque vuelvo a perderme entre tanta transmutación de las almas, en medio de una espiritualidad que me acaba abrumando. Las cosas que me gustan en esta película son muchas e inolvidables, pero las que no comprendo, a pesar de su intensidad, me distancian y me cansan. Entiendes las razones de que el aquí admirable Brad Pitt, o Sean Penn en un papel breve, o el exquisito director de fotografía Emmanuel Lubezki, o el músico Alexandre Desplat sepan que es un honor ayudar a la transmisión del mundo de Terrence Malick. Es un autor que no se parece a ningún otro. En sus virtudes y en sus defectos.
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